La primera arma de fuego fue creada aproximadamente en el siglo XV, un poderoso y letal artefacto que rápidamente fue evolucionando y dejando atrás a los arcos y flechas que en su momento fueron junto a las catapultas una forma masiva y letal de ataque a distancia.
las armas de fuego se volvieron cada vez más eficaces, fáciles de manejar y portar por prácticamente cualquier persona, actualmente hasta un niño es capaz de manipular una pistola o un revólver. Un infante con un arma en las manos es como un conejo nervioso, un movimiento en falso y puede ocurrir un terrible accidente.
Por otra parte, la mente humana es tan frágil como una delgada capa de hielo sobre un lago, basta con un evento traumático para provocar que se quiebre, dando como resultado una desestabilización emocional o psicológica. Por ejemplo, una fuerte depresión es peligrosa, pues es una principal causa del suicidio.
El suicidio es el hermano feo de la depresión, así como las plantas que echan raíces, la idea suicida es una semilla que comienza a crecer e invadir el pensamiento, sin embargo, a diferencia de lo que se cree se necesita mucho valor para terminar voluntariamente con la propia vida, implica ignorar el dolor previo a la muerte y la posibilidad de no morir al primer intento.
Pues bien, habiendo hablado de los temas anteriores, debo decir que yo poseía ambos ingredientes para un trágico desenlace; un revólver calibre .357 Mágnum, marca Colt, modelo Pyton, con una bala expansiva y una depresión suicida. Una combinación perfecta.
Cabe mencionar que, llevaba un tiempo pensando cómo llevar a cabo mi plan para renunciar a mi propia vida. Imaginaba que el lugar ideal sería un paisaje boscoso, el revólver de mi padre el cual ya describí y un atardecer; que simbolizara el fin de mi existencia. Estaba en el lugar perfecto, sin embargo, lo que no logro entender es como llego el profesor Edgar Oyosa a ese mismo lugar, el mismo día y a la misma hora.
No trato de justificar lo que ocurrió a continuación, yo acababa de empezar el macabro juego de «la ruleta rusa», es decir, había colocado la bala en la recámara del cilindro del revólver, lo había hecho girar y de un movimiento rápido le había colocado en su lugar. Para mi suerte, el primer intento fue un fracaso; es decir, seguía con vida.
Como había dicho antes, la mente es muy frágil y cuando sólo escuché el percutor haciendo «click» me quebré, era como un manojo de nervios, así que cuando Edgar apareció de la nada y vio lo que sucedía quiso intentar tranquilizarme. Por alguna razón le apunté con el arma, no tenía idea de que la siguiente recámara contenía el mortífero cartucho.
Edgar lentamente intentó acercarse con las manos extendidas hacia mí para intentar relajarme, sin embargo, ni su armoniosa y profunda voz, ni sus sonrientes ojos tras los cristales de sus lentes que ahora denotaban preocupación, pudieron devolverme la cordura, me encontraba en plena crisis de ansiedad, a tal punto que no lograba entender lo que decían sus labios al moverse. Me puse tensa y en un momento apreté el disparador.
Al final yo estaba de rodillas junto a él, petrificada por lo que había ocurrido, nuevamente había perdido a una persona que amaba por culpa de mi egoísmo. Entonces ¿Fue el proyectil lo que mató a Edgar Oyosa? No, fui yo quien cegó su vida, a causa de mis actos; su cuerpo yacía sin vida sobre una cama de florecillas silvestres, mientras, el sol avergonzado se escondía tras un rubor que teñía el cielo de sangre.
Ingrit Abigail Contreras.